El domingo pasado fue la fiesta de la Epifanía, el clásico “Duodécimo día de Navidad,” el final de la temporada de la celebración del nacimiento de Jesús, nuestro Salvador. (¡Ahora puedes desarmar su árbol de Navidad y las decoraciones!)

Usted conoce la narración: tres “magos” del Oriente vieron la estrella de Belén. Sus estudios les indico que tal señal anunciaría el nacimiento de un gran Rey.  Se van, cultos eruditos curiosos que son, en busca. Este viaje los lleva a Jerusalén, donde consultan con el Rey Herodes para solicitar direcciones. El soberano, tras consultar con sus propios estudiosos, les informa que, en la ciudad del Rey David, Belén, iba a nacer el Mesías tan esperado, y van de camino, hasta que la estrella ilumina el pesebre de Belén, y allí adoran al Señor recién nacido, Jesús, obsequiándole con regalos de oro, incienso, y mirra.

En Italia, de donde acabo de regresar, los fieles añaden una leyenda. En realidad, afirman, había un cuarto miembro de los Reyes Magos, una mujer pobre y humilde, a quien llaman la Befana. Viajó detrás de los tres reyes y se perdió.  Desilusionada, ahora pasa sus días buscando aún a este niño prometido. Para no volver a extrañarlo, trae pequeños y sencillos obsequios a todos los niños la noche antes del amanecer de la Epifanía. En Italia, hasta el día de hoy, los niños bajan corriendo de la cama, en la mañana del 6 de enero para descubrir dulces y pequeños juguetes. . . o, como advierten los padres, ¡un trozo de carbón si han sido desagradables y malos!

Dejando a un lado la leyenda, todos estamos en una búsqueda como la Befana, y no descansaremos hasta que contemplemos a Jesús, nuestro Salvador. Entonces le presentamos nuestros dones insignificantes, y Él, quien nunca nos niega su  generosidad, nos da un tesoro abundante: ¡amor, misericordia, sentido conocimiento, y vida eterna!

(¡Espero que ayer no hayas encontrado un trozo de carbón debajo de tu árbol!)