Homilía del Padre Lorenzo Ato, 6 de augusto de 2023

| 08/6/2023

By: Padre Lorenzo Ato

Décimo Octavo Domingo del Tiempo Ordinario
Lecturas: Is 55, 1-3; Rm 8, 35.37-39; Mt 14, 13-21.

Father Lorenzo Ato, Parochial Vicar, St. Anselm, Bronx, and consultant to the Office of Hispanic Ministry of the Archdiocese of New York.
Father Lorenzo Ato, Parochial Vicar, St. Anselm, Bronx, and consultant to the Office of Hispanic Ministry of the Archdiocese of New York. Photo courtesy of the Office of Hispanic Ministry.

Dios ama a los pobres y les manifiesta su predilección; pero, esto no significa una justificación de la pobreza. Él no puede estar conforme con el sufrimiento de los pobres, ni es indiferente ante las situaciones de hambre y miseria.

Una preocupación fundamental de todos es conseguir el sustento de cada día, proteger su salud, tener un techo bajo el cual cobijarse, vestirse, educarse; para ello se hace necesario tener trabajo, ganar un salario digno. La miseria deshumaniza, no permite al hombre realizarse como persona, le obstruye sus posibilidades de desarrollo. El Estado no puede renunciar a su rol subsidiario a favor de los más desprotegidos de la sociedad. La suerte de los pobres no puede quedar al libre juego de las fuerzas ciegas del mercado. El bienestar económico debe alcanzar a todos los estratos sociales.

Las cifras macroeconómicas que hablan de una economía en crecimiento no se condicen, muchas veces, con las grandes brechas de inequidad subsistentes. Los pobres no sacian su hambre con cifras estadísticas sino con pan. La gente no puede vivir sólo de la ilusión de que a largo plazo las cosas mejorarán, más aún cuando ese “largo plazo” es indefinido. El hambre no puede esperar, es de corto plazo, los pobres no pueden vivir sólo de promesas de quienes les hablan de un futuro mejor. De las únicas promesas que no podemos dudar son de las promesas de Dios.

Los profetas del Antiguo Testamento anunciaron la llegada de un reino de justicia, donde nadie pasaría hambre ni necesidad porque Dios nos llenaría de sus dones abundantemente. Dios nos los dará gratuitamente, no necesita que le paguemos por ello. Como nos dice el Señor en la primera lectura (Cf., Is 55, 1-3): “Vengan todos los que están sedientos, los que no tienen dinero, coman sin pagar”. Pero también nos dice Dios a través del profeta: ¿Por qué gastan dinero en lo que no alimenta y el salario en lo que no llena? (Is 55, 2).

En contraste con quienes viven en situaciones de miseria, hay personas que disfrutan de la bonanza económica; pero nunca logran estar satisfechos de lo que tienen. La sociedad de consumo les crea permanentemente nuevas necesidades insatisfechas. En ese sentido, “gastan dinero en lo que no alimenta”. Con frecuencia el hombre busca lo que no puede satisfacer, lo que lo desilusiona una y otra vez, lo que lo deja vacío y le origina una necesidad cada vez mayor. Los que más tienen más quieren tener, nunca dirán que es suficiente. El hombre que busca lo superficial jamás se llena, sino que parece un barril sin fondo; cuanto más egoísta es, más insaciable se vuelve.

Resulta triste el espectáculo que dan muchas personas que gastan la vida entera en la búsqueda afanosa de cosas inútiles o de escaso valor. Dios te da lo realmente valioso, y te lo da gratuitamente, no tienes que pagarle; para ello es necesario reconocerte sediento y hambriento de Dios y ser capaz de pedirle lo que necesitas. Tenemos que ponernos delante de Él con la mirada llena de esperanza. Dios se nos da gratuitamente. No necesitas hacer trueques con Él. Hay personas que le dicen a Dios “si tú me das yo te doy, yo te prometo” o “yo te doy, pero tú también me das lo que te pido”. No, así no debe ser nuestra relación con Él. Dios te dice: ven y come sin pagar, ven que yo te doy de balde.

El Evangelio de este domingo (Cf., Mt 14, 13-21) nos relata el episodio de la “multiplicación de los panes”. Se nos presenta a Jesús saciando el hambre de las multitudes. Lo más significativo de este hecho no está en el prodigio de la multiplicación de los panes, sino en el gesto de la solidaridad, en el compartir que no se agota. El hombre que comparte nunca se empobrece, cuanto más comparte más se enriquece y todavía le quedan “canastas llenas de sobras”.

El Evangelio nos dice que Jesús sintió lástima de aquella gente. Los discípulos pensaron despedir a la multitud hambrienta, después de un discurso; pero Jesús les complicó las cosas al decirles: “denles ustedes de comer” (Mt 14, 16). He ahí la cuestión de fondo. Jesús, más que multiplicar panes, lo que quiere es multiplicar gestos de solidaridad; no se puede asumir una postura de desinterés o indiferencia ante la necesidad del otro. El mayor milagro sería conmoverse por el dolor ajeno, sentirse interpelado por el otro necesitado, ser sensibles a su situación desesperada. Dice el apóstol Santiago, al hablar de la necesidad de las obras como prueba de la fe: “Si a un hermano o a una hermana les falta la ropa y el pan de cada día, y uno de ustedes le dice: ‘que les vaya bien; que no sientan frío ni hambre’, sin darles lo que necesitan, ¿de qué les sirve?” (St 2, 16). Indudablemente, la fe se evidencia en nuestros actos.

Jesús, más que multiplicar los panes, lo que quiere es multiplicar los corazones solidarios para que sean capaces de conmoverse ante el dolor ajeno y hacer suyo el sufrimiento de los otros. Cada cristiano debe sentirse también responsable del hambre del otro; hambre no sólo de pan, sino también hambre de verdad, de amor, de justicia, de comprensión; y ¡vaya si no estamos hambrientos de todo eso! No hay vida cristiana sin gestos de compartir. La misma Eucaristía es un compartir al cual el Señor nos invita; Él nos nutre con el pan de su Palabra y el pan eucarístico. La Eucaristía tiene que ser signo de la comunión fraterna y a la vez creadora de comunión fraterna. Desvalorizamos la misa si la reducimos a una ceremonia, a un conjunto de ritos para cumplir con Dios a fin de no tener que confesarse.

Cuando el sacerdote dice, al final de la misa, “pueden ir en paz” no quiere decir “todo ha terminado”, hasta el próximo domingo, sino “la celebración litúrgica ha terminado”; ahora comienza la celebración en la vida diaria. Se llega a la misa a celebrar lo que se cree y se vive, se sale de la misa a vivir lo que se ha celebrado: la fraternidad, la alegría, la solidaridad. Compartir el pan de la Eucaristía nos lleva a asumir un compromiso de compartir el pan material. Aquellas palabras de Jesús: “denles ustedes de comer”, van también dirigidas a cada uno de nosotros. Nadie es tan pobre que no pueda dar, ni tan rico que no necesite recibir. Lo que nos separa del amor de Dios, no es la persecución, el peligro o la muerte (Cf., Rm 8, 35ss), sino nuestra insensibilidad ante el sufrimiento de los otros, nuestra falta de solidaridad, nuestra indiferencia ante el dolor humano. Es el amor de Dios lo que nos impulsa a amar a los demás.

This 10th-anniversary edition received a new preface written by the USCCB Committee on Laity, Marriage, Family Life, and Youth, and has been published by Ascension Press.

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